En el verano del 2012 cuando trabajaba en el Centro de Estudios Ecuménicos (CEE, México), fui comisionada a representar al colectivo Iglesias por la Paz, y ser parte de la Caravana por la Paz USA que organizó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), y recorrer cerca de 24 ciudades junto a periodistas, artistas, activistas sociales y familiares que han perdido a seres queridos en el contexto de la Guerra contra las Drogas. Al hacer una parada en Montgomery, Alabama, se dio un diálogo entre jóvenes mexicanos que se han visto afectados terriblemente por la desaparición de sus seres queridos por el narcotráfico y miembros de la Asociación Nacional para el Desarrollo de la Gente de Color (NAACP, por sus siglas en inglés), quienes no dudaron en contarnos el difícil camino histórico recorrido por la población afroamericana en su lucha por los Derechos Civiles.
Lo interesante de ese encuentro fue que la Caravana asistía a una celebración; jóvenes afroamericanos vestidos con togas y birretes expresaron que gran parte de su niñez y adolescencia tuvieron problemas con las drogas (venían de hogares pobres y marginados) y ahora al graduarse de la High School, se encontraban llenos de sueños e ilusiones. Fue así como tuve un primer acercamiento al trabajo que abogados, defensores de derechos y ministros religiosos hacen por preservar la acción afirmativa (elaboración de programas de recuperación e integración de mujeres y hombres de color en las escuelas y universidades, incluso las más exclusivas, para lograr una equidad racial que favorezca a la comunidad afroamericana) cuando uno de los grandes retos que enfrenta la juventud afroamericana es la violencia arbitraria por parte del sistema policial y el encarcelamiento masivo bajo la cortina de humo de la Guerra contra la Droga y de La Ley y el Orden, siendo así, sujetos de una ausencia total de justicia penal y justicia racial.
Un claro ejemplo de cómo opera ese sistema policial de discriminación racial explícita o claramente intencionada, se ha visto en los últimos meses. La sociedad norteamericana se ha visto conmocionada por crueles asesinatos de jóvenes hombres de color en manos de la policía. El afroamericano Eric Garner fue detenido en State Island, New York y el oficial Daniel Pantaleo le aplicó una llave a la cabeza por lo que aquel murió estrangulado, sin mostrar resistencia. En St. Luis, Ferguson, Missouri, el joven Michael Brown fue asesinado a quemarropa por el entonces oficial Darren Wilson, quien andaba detrás de un asaltante, y al ver a Brown (pues su apariencia física describía al ladrón), pensó que era él. Después se aclaró que el joven ya muerto no era la persona que buscaban. El niño Tamir Rice fue abatido por un policía, quien tras haber recibido una llamada anónima que informaba sobre un niño con un arma en un parque de la ciudad de Ohio, Cleveland, no dudo en sacar su arma y disparar. Al terminar el tiroteo, se dio cuenta que el arma del pequeño era de juguete. ¿Qué tienen en común estos casos?, ¿qué nos dice de la justicia policial de los Estados Unidos? Los tres hombres muertos eran afroamericanos y por las pruebas presentadas ante la prensa internacional y videos de los hechos, los asesinados no presentaron resistencia ni tuvieron la oportunidad de defenderse. Quienes empuñaron las armas eran policías blancos y al presentarse a los jurados correspondientes, expresaron que lo hacían en cumplimiento de sus obligaciones; así, quedaron libres de cargos. Esas resoluciones han llevado a que en más de 38 estados de la Unión Americana las comunidades afroamericanas se movilicen cuestionando la justicia penal norteamericana y señalando en esos crímenes su alto componente racista.
L
a jurista y académica Michelle Alexander autora de El color de la Justicia. La nueva segregación racial en Estados Unidos (Capitán Swing, 2014), hace una declaración bastante contundente para entender qué está pasando con la comunidad afroamericana en tiempos de la administración de Barack Obama en temas de justicia penal y justicia racial. Su tesis principal es que en los últimos años, hubo una idea vigente entre la comunidad afroamericana sobre la elección de Obama: con un presidente de color el Movimiento de los Derechos Civiles había llegado al alba de la justicia; por ello, los esfuerzos de líderes negros se enfocaron a la exigencia y cumplimiento de los programas de acción afirmativa y a la aplicación de los Derechos Civiles en todo rincón de la unión americana. Creyeron que con Obama en el poder, la nación había triunfado sobre la raza. Así el discurso racial se invisibilizó y neutralizó (el término correcto en inglés escolorblindness) oficialmente, pues en la práctica, los estereotipos hacia los afroamericanos que la mayoría blanca construyó históricamente para discriminar a la gente de color, siguieron expresándose en mecanismos legales para obstaculizar su acceso a la educación, vivienda y empleo.
Para la autora de El color de la Justicia, la administración de Obama ha fortalecido un nuevo sistema de castas en donde el privilegio blanco hace esfuerzos en reglas y discursos desde el poder para preservarse y mantener su dominación a través de nuevas formas de control racializadas; su máxima expresión es el encarcelamiento en masa de jóvenes afroamericanos por drogas o delitos menores. Para Alexander, esta realidad ha destruido mucho de los avances logrados décadas atrás en materia de Derechos Civiles; sus efectos son devastadores: la gente de color que está o estuvo en prisión serán ciudadanos de segunda clase como lo hacían en la década de 1940 las Leyes Jim Crow (conjunto de leyes locales y estatales promulgadas entre 1876 y 1965 para regular el sistema de segregación hacia la población negra en espacios públicos en los estados del Sur) y como lo hacen ahora las políticas de la Guerra contra la Droga y de La Ley y el Orden.
La historia de los afroamericanos en los Estados Unidos está marcada por un constante control de instituciones como la esclavitud y las leyes segregacionalistas en donde el racismo como política e ideología, se adaptó. Después de abolida la esclavitud, los parlamentos de los estados del Sur implementaron Códigos Negros a fin de aprobar leyes estrictas para gente negra, estableciendo sistemas de peonaje y más adelante, en las primeras décadas del siglo XX, la segregación se expresó en las Leyes Jim Crow con la prohibición de asientos interraciales en la primera clase de los trenes y buses, imponiéndola también en las escuelas. Métodos efectivos para atemorizar todo intento de resistencia fueron muertes y linchamientos hacia los afroamericanos (una de sus mayores expresiones es el Ku-Klux Klan).
En tiempos de esclavitud, los blancos poderosos se valieron de la táctica de “soborno racial” para poner a los blancos e inmigrantes pobres en contra de los negros. Así, aquellos vigilaban y controlaban lo mismo que competían por el trabajo. Al fin de la esclavitud, muchas ideas e imaginarios permeaban la mentalidad popular de los blancos en relación a los negros, aún abolidas las Leyes Jim Crow. Dichas leyes sufrieron un gran golpe con la desobediencia civil en 1955 de Rosa Parks en un autobús de Montgomery, Alabama, al negarse a ceder el asiento a un hombre blanco pues ese acto, nada aislado de una profunda movilización que la población afroamericana ya estaba planeando, llevó a la lucha por los Derechos Civiles y la promulgación en 1964 de la Ley de Derechos Civiles permitiendo que la gente de color pudiera acceder a empleo, educación, a fondos federales, y un año después, se implementó la Ley de Derecho al Voto, la cual permitió la participación efectiva de los afroamericanos.
Mucho se ha destacado el papel que el pastor bautista Martín Luther King Jr. y las organizaciones de Derechos Civiles hicieron para visibilizar y combatir el racismo en los Estados Unidos desde las acciones no violentas. Pero también otras luchas más radicales convergieron buscando la justicia racial. Malcom X a través de la Nación del Islam y la Organización de la Unidad Afroamericana, pedía una separación total de blancos y negros, y afirmaba la superioridad de la raza negra. Si bien disentía de las manifestaciones públicas de los afroamericanos que luchaban por los Derechos Civiles, su pensamiento abonó al nacionalismo negro del cual se nutrieron movimientos políticos como el Ejército de Liberación Negro y el Partido de las Panteras Negras (The Black Panthers). Al iniciar la década de 1960, tanto uno como otro movimientos tenían claro cómo la sociedad blanca estaba recreando las formas para preservar la segregación.
Martin Luther King Jr. en su escrito “La detención decisiva” (Un sueño de igualdad, Público, 2010) recuerda que mientras en Montgomery se organizaban los boicots, los Consejos de Ciudadanos Blancos, que tuvieron su origen en Mississipi, querían alcanzar sus fines por medio de maniobras legales de la “interposición” y la “anulación”, excediendo los límites de la ley con métodos de “abierto y oculto terror, intimidaciones brutales, sistemas para hacer pasar hambre a hombres, mujeres y niños negros” con costes económicos muy altos a los blancos que apoyaran las acciones de protesta. Por su parte, Assata Shakur una ex black panter, ahora exiliada en Cuba, en su Autobiografía (Capitán Swing, 2013) hace memoria de cómo en la convivencia cotidiana en una escuela del Sur, los niños blancos comúnmente al ver cualquier falla de los niños negros, decían: “ya sabes cómo los negratas son una mierda” y se burlaban del físico, rasgos faciales y cabellera afro de sus compañeras y compañeros. Un tiempo después, Assata fue a una escuela del Norte donde no existían escuelas segregadas. Cuenta ella que esas escuelas eran mucho más humillantes, pues aunque los blancos no mostraban abiertamente su racismo, lo encubrían como sus hijos, aprovechando las representaciones teatrales de la historia patria para perpetuar la memoria de la esclavitud en los niños de color. Siendo nieta de ex esclavos, Shakur recuerda cómo fue difícil generacionalmente reconocer la dignidad de su linaje, pues desde niños a los afroamericanos les hicieron aceptar un sistema de valores, estándares de belleza y concepciones sobre ellos mismos, impuestos por los blancos.
Así las diferencias históricas entre los blancos y negros han estado marcadas por imaginarios culturales y raciales que justifican legalmente la discriminación y exclusión hacia la mayoría de afroamericanos pobres, no obstante las victorias de los Derechos Civiles. En la década de 1980 un nuevo mecanismo de control racial comenzó a operar. Cuando el presidente Donal Regan inició la Guerra contra la Droga en los Estados Unidos, la estigmatización hacia las minorías raciales, negros y latinos principalmente, fue tratándoles como los mayores consumidores de crac y después de heroína, cocaína y marihuana, y por lo tanto como delincuentes. Las constantes migraciones de negros de un estado a otro y la políticas de la Guerra contra la Droga, sirvieron como plataforma para que la retórica de la Ley y el Orden desmovilizaran las acciones de resistencia pacífica civil que identificaban a los Derechos Civiles; se les tachaba en medios de comunicación conservadores como actos de delincuencia a los que la ley debía aplicarse, y así sin análisis económicos y demográficos para entender los descontentos generacionales, los encarcelamientos masivos comenzaron en grandes zonas metropolitanas.
Dentro de esa política de Ley y el Orden, desde la década de 1970 la policía se fortaleció con todo tipo de pretextos para detener también a luchadores sociales y criminalizarlos como fue el caso de Angela Davis y Assata Shakur, militantes comunistas, miembros de la black resistance y presas políticas. Entre muchos luchadores sociales, por la experiencia de haber sido llevadas a prisión, sabemos los propósitos políticos que cumplen las cárceles en los Estados Unidos. Davis en el Prefacio a la Autobiografía de Sakhur recupera una interesante reflexión: las cárceles cumplen dos funciones: una es para neutralizar y contener a enormes segmentos de la población que se considera peligrosa para el sistema (luchadores sociales, mayoritariamente), y la otra para mantener un sistema de sobre-explotación a la población negra y latina reclusa en prisiones enclavadas en comunidades rurales blancas que actúan como supervisoras.
Más recientemente se está operando un complejo industrial de prisiones con una rápida expansión de la población reclusa a la influencia política de las empresas privadas y de las que proveen a las prisiones públicas. Políticos y empresarios han hecho lobby para que grandes corporaciones vivan del trabajo recluso; empresas en construcción y tecnología se han visto favorecidas por la vigilancia y la seguridad que implementan en las cárceles estatales y federales; abogados y grupos de presión representan los intereses de los inversionistas más que de los acusados, sobre todo si son de color o latinos. Así se defiende y trata de perpetuar la idea de que la reclusión es una solución rápida para personas que representan problemas sociales y atentan contra el orden público: los sin techo, desempleados, consumidores y menudistas vendedores de droga, enfermos mentales, analfabetas; y en la última década migrantes mexicanos y centroamericanos. El móvil es el lucro y no políticas encaminadas a castigar, rehabilitar o reducir el índice de delitos.
En El color de la justicia, Alexander señala que del 2000 a la fecha en nombre de la Guerra contra la Droga, el 80% de los jóvenes afroamericanos tienen antecedentes penales y están por lo tanto sujetos a una discriminación legalizada para el resto de sus vidas. Estos jóvenes forman parte de una creciente casta inferior, permanentemente confinada y aislada de la sociedad en general, la cual será discriminada como delincuentes y por consecuencia, dentro del marco legal de la justicia racial norteamericana, tendrán falta de empleo, vivienda, privación del derecho al voto; negación de oportunidades educativas, cupones de alimentación y de subsidios públicos.
Sobre esto, recordé tres experiencias más de mi andar en la Caravana:
- Estando en Chicago emprendimos una caminata del barrio mexicano al barrio afroamericano. Custodiados por algunas patrullas, caminamos más de dos horas gritando consignas en español e inglés (No más Guerra de Drogas/ No more Drugs War), a lo que observadores salieron de sus casas a saludarnos o insultarnos; algunos jóvenes afroamericanos en esquinas gritaban que de México salía esa “mierda” (las drogas). En mi trayecto, un joven estaba afuera de la puerta de su casa y expresó: “Yo caminaría con ustedes, pero hace poco salí bajo libertad condicional; estuve ahí por drogas y ahora no puedo salir de casa”, al decir esto alzaba su pierna derecha para que viéramos el detector que tenía en su tobillo.
- En New York estando en la iglesia de River Side escuchamos el testimonio de una afroamericana que había estado encarcelada por drogas. Su trato dentro de la cárcel fue duro por ser joven, negra, menudista de drogas y embarazada. Contó como las mujeres de color son obligadas a dar luz esposadas de manos y piernas sobre la cama. Su experiencia fue similar a vivencias que describe con mucho dolor Shakur en suAutobiografía y que hoy viven muchas mujeres encarceladas por delitos menores.
- Baltimore tiene una gran población joven afroamericana y es uno de las ciudades más afectadas por la Guerra contra la Droga. Este lugar es un claro ejemplo de esa creciente casta inferior de la que Michelle Alexander habla en su libro. Ahí se han dado crueles enfrentamientos entre la policía y jóvenes, donde muchos de éstos son asesinados impunemente sin la más mínima consideración a dar su palabra o defenderse. Antes de hablar, la policía empuña su arma y tira a quemarropa. En el recorrido pude ver calles enteras sin habitantes; cómo si fueran pueblos fantasmas. Para entender ese escenario se nos explicó que al encarcelar a un miembro de familia, esa es una causa poderosa para negar a la familia entera crédito o hipoteca para sus casas; y más aún, si jóvenes salen de la cárcel e intentan recuperar su dignidad para salir a buscar oportunidades laborales o educativas, al ver que no las hay, podrían volver a cometer delitos menores y regresar a prisión. La justicia penal es ese sistema para controlar a aquellos sectores poblacionales afroamericanos que son considerados casta inferior.
Si la literatura que explora cómo históricamente se ha ido perpetuando la injusticia racial en Estados Unidos, las muertes de Eric Garner, Michael Brown y Tamir Rice abren públicamente el debate sobre qué es la justicia racial y el sistema de justicia penal y policial no sólo en aquellos estados con larga tradición segregacionista de mayoría afroamericana como lo es Missouri, sino también en centros caracterizados como epicentros de la multiculturalidad como lo es New York.
La tesis de Alexander sobre el sistema de castas se reafirma cuando sabemos que esos policías blancos al presentar sus declaraciones argumentaron que dispararon en cumplimiento de su deber, y eso les valió la exoneración de cargos y a cumplir una condena por asesinato. Pero esos casos también obligan a pensar que no sólo el encarcelamiento masivo es la máxima expresión de la injusticia racial, ¿qué pasa cuando los afroamericanos pierden la vida en espacios públicos en manos de policías blancos? Sobre este tema el discurso oficial de Obama es que no hay confianza entre la policía y las comunidades de color, por lo que después de esos asesinatos la tarea es trabajar por construir esa confianza. Para los abogados de Eric Garner y Michael Brown las resoluciones que no llevaron a la cárcel a los policías, hablan de un sistema penal en donde los negros tienen menos posibilidades de alcanzar justicia, sobre todo si los demandantes ya no están vivos. Las disculpas que expresen los polícias a las familias que han perdido a sus seres queridos, no son actos de justicia.
Esto último es muy sensible. Michael Erick Dyson quién el domingo pasado en un artículo de opinión publicado en The New York Times, “Where do we go after Ferguson?” (“¿Dónde vamos después de Ferguson?”), pone sobre la mesa de discusión las metáforas, expresiones y estereotipos que la población blanca, sobre todo las policías estatales, tiene sobre la gente de color. En dicho artículo Dyson reflexiona cómo los cuidadores del orden público, aprietan el gatillo basados en sus imaginarios sobre los negros, antes de darles a éstos la oportunidad de defenderse, lo cual no sólo provoca el asesinato, sino que deshumanizada a la comunidad. Esos asesinatos y la falta de emotividad de los policías al declarar que lo hicieron porque hacían su trabajo (como lo expresó el oficial Darren Wilson, asesino del joven Brown en Ferguson), es una muestra de cómo hay una cultura que se ha levantado sobre la violencia y la falta de respeto por la gente de color y las minorías. Así que el problema de fondo no es una situación de confianza, como a principios de esta semana propuso Barack Obama, sino de justicia racial.
Así como Ayotzinapa ha despertado la movilización de la población mexicana en su búsqueda de los 43 estudiantes normalistas desaparecidos, y en la exigencia de justicia y castigo a los culpables de ese delito, los asesinatos en Ferguson, New York y en menor medida Cleveland, han llevado a la población afroamericana y a sectores blancos a favor de la equidad y justicia raciales a una amplia movilización retando el discurso de neutralidad racial que Obama y las instituciones encargadas de impartir justicia han manejado hacia la gente de color. Esta es una lucha por desmantelar el racismo legalizado e institucionalizado en las leyes, en los sistemas arbitrarios de detención empleados por policías en todos los órdenes de gobierno (local, estatal y federal) abusando de su autoridad; intenta hacer efectivos no sólo los ideales de aquellos luchadores de las décadas de 1960 y 1970 en el terreno de los Derechos Civiles.
Ahora es un momento en que las comunidades afroamericanas sacan, de nueva cuenta, su reserva moral a través de comunicados y acciones de demanda pública; líderes y miembros de iglesias de todas denominaciones religiosas se reúnen para orar recuperando el legado de King (“la moral no se puede legislar pero la conducta a través de leyes justas se puede regular”); intelectuales, escritores, artistas y músicos negros generan opinión pública en medios oficiales y alternativos sobre la necesaria reforma radical en las instituciones policiales, desenmascaran las complicidades y lobbys que están detrás de la impartición de justicia en los juzgados de mayoría blanca y los complejos carcelarios. De ahí que lecturas como las Autobiografías de Assata Shakur y Angela Davis, así como El color de la justicia. La nueva segregación racial en Estados Unidos, sean claves para entender que en los Estados Unidos la injusticia tiene color.
***Imagen tomada del acervo de Women’s March on Washington. Texto publicado originalmente el 12 de enero de 2015, en mi antiguo blog.